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La literatura postapocalíptica recurre constantemente a la catástrofe para representar el miedo de las civilizaciones a desaparecer, pero también como una posibilidad de imaginar escenarios alternos de renovación que permiten repensar nuestro papel en las sociedades occidentales capitalistas. John Clute y Peter Nicholls ven un deseo implícito en este tipo de narrativas: “un mundo despoblado, un escape de las limitaciones de una sociedad industrial altamente organizada, la oportunidad de probar nuestra capacidad como sobrevivientes” (1995). El agua es un elemento ocupado en la ciencia ficción como un disparador de conflictos: a través de sus efectos transformadores, el género imagina tierras desoladas, ruinas futuras y centros urbanos convertidos en paisajes naturales que confrontan a sus personajes al grado de modificar radicalmente sus actividades diarias, formas de convivencia y rituales. Un ejemplo icónico es El mundo sumergido (1962), novela en la que J.G. Ballard conjetura el derretimiento de los casquetes polares derivado del incremento de la actividad solar, lo cual trae consecuencias radicales para el planeta, inundando ciudades y pueblos por el aumento en el nivel de los mares. Este artículo se enfoca en los efectos utópicos y políticos del agua, y la manera en la que las sociedades posmodernas reflexionan sobre la crisis ambiental. Ocuparé dos obras mexicanas de ciencia ficción: la novela Las puertas del reino, de Héctor Toledano (2005), y el relato “Como quien oye llover” (2020), de Andrea Chapela. En ambos trabajos, si bien lo catastrófico lleva implícita una crítica al modo de vida contemporáneo, a la par que tiene una mirada renovadora y positiva en sus búsquedas del origen, el rastreo de historias perdidas, la recuperación de un pasado prehispánico y la configuración de dispositivos tecnológicos novedosos o mejoras a objetos cotidianos. |