Una filosofía de oídas. El hermeneuta y el coreuta

Autor: Renier Castellanos Meneses
Jazyk: Spanish; Castilian
Rok vydání: 2020
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Zdroj: Escritos, Vol 26, Iss 57 (2020)
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ISSN: 0120-1263
2390-0032
Popis: 1. El esbozo Retomo a Gadamer en su sugerente filosofía de oídas -en la que "[...] el oír es un camino hacia el todo porque está capacitado para escuchar el logos" (Verdad 554) - desde una perspectiva que podría resultar no del todo hermenéutica, a menos que, en las formas de interpretación y de comprensión que propongo, pueda acercarse a esa manera de hacer la filosofía. En ese caso, el valor de lo que aquí se escribe no lo será tanto por inscribirse en una manera particular de hacer hermenéutica, sino, en tanto sugiere siempre una actitud y una extraña necesidad de comprender algún sentido. En esta filosofía de oídas se intenta establecer la relación entre lector-intérprete-oidor, con el texto-voz; entendido este, independiente de la forma escrita, oral, o de la relación de signos que constituyen un mundo, e incluso como arte. Esa relación, es variable de acuerdo con la actitud gobernante del intérprete con la cual se determina el procedimiento de la interpretación. En esa medida se proponen tres niveles del oír hermenéutico: el oír en la positividad o de la locura de Ágave, el oír en la discursividad o de la circularidad del diván, y el oír en el acontecimiento o del diálogo fundamental. El problema para resolver no pasa tanto por los dos primeros niveles, como sí por el tercero, el cual, y sobre la idea de que la voz de la que participa el oír no siempre se expresa como palabra, implica construir un sentido en el que la voz del acontecimiento pueda ser oída y comprendida. Como se advierte, no alcanzarán todas las letras para lograr el propósito, pero, y en virtud del alcance limitado de este texto, se trazará al menos un surco donde pueda ser pensado. 2. Lo óntico Según Heidegger, somos habla, pertenecemos a su despliegue, somos palabra; y, si "el habla misma nos tiene a la vista" (De camino 16), es, porque en su despliegue, "nos dice", y como tal, nos crea en el despliegue del oír. Así, el texto pertenece al despliegue del habla y del decir, tiene una voz audible. En esta suerte de animismo, Gadamer sentencia que lo que debe ser escuchado, oído, es la tradición; ella es la que habla desde su propia profundidad hasta el presente, y la posibilidad de ser oída está dada por nuestra pertenencia a esa tradición. Entonces, el despliegue del habla heideggeriano, que tiene como correlato el despliegue del oír, debe acompasarse con el despliegue gadameriano de la tradición de la que somos pertenecientes, como condición de posibilidad para comprender lo que su voz dice, y como "nos dice". Pero, la voz del texto puede ser oída de diferentes formas que, dependiendo de ellas, permiten un mayor o menor grado de desciframiento, de comprensión. Es como si el texto, aun con una misma voz, fuera presa de la diversidad del oír, como si dijera en cada caso, cosas diferentes, dependiendo de la actitud gobernante de los oidores. Hay una razón para ello, el texto tiene una voz que lo atraviesa, que desde luego parece nacer en él, pero que, sin duda, sería más correcto decir que se actualiza con él; dicha voz lo antecede, pero no puede efectuarse sino con él, en simultánea, pues sin él, la voz aún no es audible, es mudez o caos. Es una extraña ontología de la simultaneidad en la actualización. En esa medida, el oír es doble. Por un lado, se escucha la voz de superficie, la del texto objeto, sintaxis, significación, palabra a palabra, orden y auto-referencia; y por otro lado, se escucha la voz que bien podría decirse de profundidad, aunque no haya tal, y ni siquiera voz de las alturas, sino también voz de superficie pero que rehúye al reconocimiento y a la representación; voz, que precisamente opera como condición ontogénica del texto, del texto como efecto, como expresión, y no como objeto. Podría pensarse que se trata de dos tipos de voces, lo cual es incorrecto; trátese acaso de una misma y sola voz, distribuida entre el mundo de la representación y el mundo de lo no representado, esto es, el mundo genético de lo que hay que pensar. Es en esta simultaneidad Voz/texto, donde operan los tres niveles propuestos del oír hermenéutico. 3. Ágave Al primer nivel o actitud del oír, lo podemos llamar, el oír de la positividad, cuyos rangos de comprensión están determinados por las esferas del reconocimiento y de la representación. Allí, el texto es puro objeto, y se escucha palabra a palabra, asociando su significación a los referentes o significados previos del oyente, que operan como un horizonte inmediato de comprensión, bien por semejanza, por identidad o por analogía. Las ovejas reconocen la voz de su pastor3; he allí toda una tradición que interpela a sus pertenecientes, y ellos, la reconocen, la comprenden y la siguen. Es sin duda un oír protestante, incluso dogmático, la literalidad del texto es igual al acontecimiento. Pero, también se evidencia un doble actualizado en el texto que proviene de una misma unidad, pues las ovejas, "Mi Padre que me las dio [...] Yo y el Padre una cosa somos". Lo que se rompe aquí, siguiendo a Gadamer, es la pregunta, la dialéctica de la interrogación, no hay tal, sino que el texto es atributo de autoridad, y el oír obedece: destino trágico de Ágave, que, reconociendo la voz de su dios, sin interrogación alguna, lo sigue, y termina con la cabeza de su propio hijo entre las manos (cfr. Eurípides, 1972), de aquel impío que no perteneció y no escuchó. 4. El Diván Un segundo nivel del oír, es el de la discursividad, lo cual supone una actitud de mayor complejidad, capaz de superar el nivel puramente afirmativo del texto, propio del oír positivo, y de desplazarse ya, a una relación de significaciones; es decir, ya no se trata de asociar palabras a palabras, o cosas a cosas en términos del reconocimiento, sino de asociar significados a significados, y sobre todo, significados a significantes, pero sin rehuir aún a las esferas del reconocimiento ni de la representación. Los principios de semejanza, de identidad y de analogía, insisten como articuladores de la comprensión, entre el texto y la pertenencia a una tradición, solo que, y en ello radica su mayor complejidad, se trata de oír los discursos que hablan a través del texto, una suerte de voz fantasmal implicada como idea y que precisa un procedimiento de desocultamiento a través del propio texto. Para ello, el oyente, ya ha categorizado la tradición, en una disciplina, por ejemplo, o en una técnica, y sabe de antemano de qué se trata: sus axiologías, sus creencias, sus ideologías, incluso, hasta sus sueños. Lo cual le permite partir de la positividad del texto, de sus palabras y de sus enunciados, y explicarlos y significarlos de acuerdo con las categorías pre-construidas. ¿No es así -por ejemplo- cuando se escucha la voz del marxismo en un texto con marcas identificables, tal vez, lucha de clases, modos de producción, plusvalía, o incluso sin tenerlas de forma tan audible, permiten escuchar el discurso de esa gran voz, tal y como procede Althusser y Marcuse, aunque buscando otro "gran hermano", el discurso de la alienación y del capitalismo? En este procedimiento se opera una extraña circularidad entre el significado y el significante; por un lado, el oyente toma la cosa-palabra o enunciado como un significante vacío al que puede llenar con los significados que ha categorizado de la tradición o disciplina, y en esa medida explicarlo; pero, por otro lado, sus categorías operan como significantes vacíos capaces de englobar los significados y las voces particulares del texto. ¡Ah!, oficio del politólogo y del historiador, y acaso, del predicador, para quien las palabras del evangelio se explican en el rostro de Dios, al tiempo que Dios es el rostro-discurso oculto del texto. Y no sé si en este mismo sentido pueda entenderse la alusión que Gadamer hace de Agustín: "El modo de [...] arrancarle al otro una palabra y obtener de él una respuesta, el modo de dar una respuesta y el modo como la palabra 'da juego' en el contexto preciso en que se pronuncia y se comprende" (Verdad II 129). ¿No opera también, de ese modo, cuando elfiel en el diván, le ha dicho al analista que sueña con lobos, y este lo explica y lo significa diciéndole que todos ellos son su padre? 5. El Acontecimiento Esta línea de Gadamer, "El lenguaje en el que participa el oír no es sólo universal en el sentido de que en él todo puede hacerse palabra" (Verdad 554), sirve como pie al problema planteado: la voz de la que participa el oír no siempre se expresa como palabra; esto es, y más allá que el texto sea una construcción decodificable lingüísticamente, es decir, significable tanto en primera instancia -Ágave-, como en segunda -el diván-, hay algo allí que no se deja atrapar por las esferas del reconocimiento y de la representación, como si la voz de la tradición aún contenida en el texto, no pudiera decirlo todo, ni agotarse en el texto, sino que siempre será con respecto a él, un (+1), y el texto con relación a ella, un (-1). Es precisamente esta diferencia entre la ontogénesis y la efectuación lo que carece de imagen y palabra, y lo que, por un lado, da qué pensar, y por otro, obliga un tipo particular del oír. ¿Cómo puede oírse esa voz (+1) cuando no habla con palabras y se rehúsa a ser comprendida por nuestras vivencias? ¿Cómo oír esa mudez oíble sin caer en la imaginación fantástica, como la del predicador, o afirmar su imposibilidad y su ausencia, como en la tristeza rocosa del sordo y del escéptico? Nietzsche, se refiere a esta última actitud: Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia. Imaginémonos el caso extremo de que un libro no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran situadas más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente -de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En ese caso, sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada (57). Pero, su optimismo, le permite la afirmación de la existencia real de una Voz. "Dando siempre por supuesto que haya oídos, -que haya hombres capaces y dignos de tal pathos" (61). Parece que existe pues, un sentido de la experiencia a la cual pertenecemos, sentido que nos antecede como fondo en términos nietzscheanos, o como superficie extraña en términos deleuzianos, pero en fin, que puede operar como tradición de pertenencia u horizonte de (pre)comprensión en términos gadamerianos. Es el sentido de una gran experiencia que clama en el texto, que lo atraviesa, y también al intérprete; el sentido, por ejemplo, del duelo, de la fiesta, de la belleza incluso, de la compasión, que habla, no con la voz de las palabras y los significados, sino con la voz (+1) del acontecimiento. La implicación de esta extrañeza es cómo el lenguaje no solo subyace en la palabra sino en la expresión del mundo, tal y como lo advierte Gadamer: [Debemos preguntarnos] si el lenguaje no debe ser en definitiva 'lenguaje de las cosas' -si queremos pensar realmente algo- y si no es el lenguaje de las cosas el que pone de manifiesto la correspondencia originaria entre alma y ser, de tal modo que incluso una conciencia finita pueda saber algo de ella (Verdad II 69). Por otro lado, insta a pensar que tanto el oyente como la voz del texto están dentro de la voz del acontecimiento, única voz, la voz más exterior, más exterior que la positividad y que la discursividad, y que es la condición de posibilidad para todas las voces y para todas las oídas, único campo donde es posible pensar. Acontecimiento y lenguaje se pronuncian con una misma voz, como un grito incontinente4. En todos los casos que hemos analizado, tanto en el lenguaje de la conversación como en el de la poesía y en el de la interpretación, se ha hecho patente la estructura especulativa del lenguaje, que consiste no en ser copia de algo que está dado con fijeza, sino en un acceder al lenguaje en el que se anuncia un todo de sentido [...] El ser que puede ser comprendido es lenguaje [...] Por eso no hablamos sólo de un lenguaje del arte, sino también de un lenguaje de la naturaleza, e incluso del lenguaje de la cosas (Gadamer, Verdad 567). Por eso, la relación del tercer nivel entre el oidor y la voz del acontecimiento -en el texto- debe ser llevada a un diálogo fundamental, esto es, a una experiencia de interpelación y de transformación recíproca, a la que no es posible acceder desde los niveles precedentes, pues, en el primero, se suprime el diálogo por la creencia y la autoridad, y en el segundo, el procedimeinto, aunque tenga la pretensión de acercarse al tercer nivel, no puede superarse a sí mismo, pues, adportas del acontecimiento, el analista cierra los ojos y tapa sus oídos, y entre tanto, recurre al vademécum de significaciones: las reglas de un juego en el que el hermeneuta usurpa la voz del coreuta. Por otro lado, la relación del diálogo de interpelación y de transformación tiene pie, en principio en esta forma, según Gadamer los compañeros de diálogo se [...] van entrando, a medida que se logra la conversación, bajo la verdad de la cosa misma, y es ésta la que los reúne en una nueva comunidad. El acuerdo en la conversación no es un mero exponerse e imponer el propio punto de vista, sino una transformación hacia a lo común, donde ya no se sigue siendo el que era (Verdad 457-458). 6. El hermeneuta y el coreuta En una analítica "grosera" de la cita anterior, entiendo la noción de la verdad de la cosa misma como acontecimiento -y no a una verdad fenoménica- pues este es lo común a lo que tiende la transformación de los compañeros de diálogo, y, ¿qué es esa verdad-acontecimiento sino la voz primera del texto, de su génesis y de su condición de sentido, así, se oiga siempre a lo último? En segundo lugar, entiendo por los compañeros de este diálogo fundamental, como la relación entre el coreuta y el hermeneuta. ¿Cómo proceder con esta encarnación? El texto, en tanto dramatiza la voz del acontecimiento, es de algún modo encarnación del sátiro mítico, y en términos de la obra formal, esto es, del texto en escena, encarnación del coro de sátiros. Por eso podemos llamarlo, sátiro o coreuta. ¿Y qué más puede ser un texto, cuya primera y última voz, la que siempre es un (+1) con respecto a él, su mayor exterioridad, sino el coro de sátiros de la tragedia, esto es, del sacrificio escuchado? Pues, lo que canta el coreuta trágico, ya grito, ya desgarradura, ya chillido, subyace en el ditirambo que pone en riesgo la sosegada tranquilidad correspondida entre las palabras y las cosas, por lo que oír allí, implica destituir la representación lejana, por la forma de una visión cantada, por una dramatización cercana, apropiada por el público dionisiaco que asiste a la obra. En esta misma escena debe ser comprendido el lector de oído ¿quién está frente al coreuta o coro de sátiros? El espectador ideal bajo la forma de "espectador diosnisiaco", o "coro dionisiaco". La diferencia de este tipo de espectador es que, para tener la visión de la obra, de la dramatización coral del sátiro, debe oírla, y a partir de allí, verla. Pero no es una relación técnica, sino escénica, pues, el espectador del inicio de la tragedia, no se encuentra por fuera de la escena, sino que se ubica en el lugar de la orquesta, es decir, forma parte de la dramatización, constituyéndose en objeto y sujeto del coro de sátiros, el cual lo implica dentro del acontecimiento que a través del canto le construye una visión de sí mismo. Nietzsche relata: La constitución posterior del coro trágico es la imitación artística de ese fenómeno natural; se hizo necesario, sin embargo, separar a los espectadores dionisíacos de los que habían sufrido la metamorfosis dionisíaca. Pero es preciso no olvidar nunca que el público de la tragedia ática se encontraba en el coro de la orquesta, que no existía en el fondo ningún contraste, ninguna oposición entre el público y el coro, pues todo ello no es más que un gran coro sublime de sátiros que cantan y danzan, o de los que se sienten representados por esos sátiros (83-84). Por eso, este tipo de "espectador de oídas" es quien está implicado en la obra y es quien debe comprenderse en ella a través de la comprensión de ella. No es temerario entonces asociarlo a la operación del hermeneuta. Ahora, la implicación entre coreuta-hermeneuta no es de anuencia, sino incluso de resistencia, en la que, el hermeneuta debe olvidar esa porción de civilización que lo aleja de la comprensión. "La apertura hacia el otro implica, pues, el reconocimiento de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí" (Gadamer ctd. en Díez Fischer 31). De este modo, el efecto de la tragedia satírica es finalmente la transformación del espectador, del hermeneuta, a través de esa comprensión. Pero el coro satírico también se ha transformado, o mejor, es el sentido de la transformación, pues en él reside la posesión constante del acontecimiento. Así que, el texto como coreuta y el oidor como hermeneuta constituyen los polos de esta relación de diálogo fundamental que provoca una transformación recíproca hacia lo común, y comprenderse implicados en un mismo acontecimiento, en una misma tradición. Luego, quizá, lo que aparece en el texto es la palabra que representa pura identidad en el nivel de la positividad, y pura analogía en el nivel de la circularidad, pero la comprensión última solo puede darse en el tercer nivel, pues con ella se disuelven los principios de la razón suficiente, y se instalan la nuevas preguntas, justamente, por aquello que crea a la razón y al sentido, que lo envuelve y lo antecede, que rehuyendo al reconocimiento y a la representación, se retrotrae como cosa, al tiempo que se despliega como acontecimiento. Tal vez, entre las propiedades más cercanas de Heidegger a esta idea, se puede afirmar con él, "El surgir como lo que concede en general lo abierto aclarado para un aparecer, se retrae él mismo en todo aparecer y en todo lo que aparece y no es algo que aparece entre otros que aparecen" (ctd. en Diez Fischer 25).
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