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Las ruinas nos conectan con nuestro pasado, con nuestra historia, de una forma tan directa e intuitiva que ya en el siglo XIX Ruskin, y a inicios del XX Riegl, incidieron en su potencial patrimonial, el primero defendiendo su conservación a ultranza y su no restauración para que pudieran seguir siendo testigo de su propia existencia, y de la nuestra, y el segundo estableciendo la superioridad del valor de antigüedad y su conexión con la percepción del paso del tiempo, común a todos los individuos, sentando por lo tanto las bases de la universalidad y democratización del patrimonio y su tutela. |