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Experiencia y memoria dicen de una vida en común; ambas son, esencialmente, colectivas. Vivir y recordar nos comprometen con el otro, porque incluso la experiencia más íntima está mediada por su presencia; o por su ausencia, que es otra forma de estar juntos. La muerte augura no sólo el fin de la experiencia, sino también su carácter irrecuperable, irreversible. La enfermedad es el aviso, la antesala de la muerte. Enfermedad y muerte convocan el pasado, lo instan a hacerse (en el) presente, aunque toda restitución sea imposible. Pero la muerte, al menos la propia, es inenarrable. No hay un discurso pos mortem que no provenga del otro, de los otros. La enfermedad y la muerte del prójimo, del otro próximo, activan la memoria y el discurso funerarios. Los vivos recuerdan al muerto y hablan en su nombre. La enfermedad, de Alberto Barrera Tyszka, ficciona ese doble proceso de recordación y pérdida: la muerte del padre signa no sólo el pasado, sino el futuro del hijo, que ve en el presente tanto la repetición traumática del pasado, como el proceso de duelo que inaugura. Estas líneas proponen una lectura de esa puesta en escena. |