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La predilección académica hacia la justicia ha sido una constante evidente a la par de la búsqueda política de derroteros que conduzcan a sociedades más justas. El desarrollo de distintos modelos teóricos, ya sea en el plano del Derecho como también el de las ciencias sociales, se ha ocupado de manera detenida y extensa a la comprensión conceptual de esa justicia. En Teoría de la Justicia, Rawls denota esta relevancia al afirmar que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales” (Rawls, 2012, p. 17). Desde diversas orillas se han propuesto diferentes aproximaciones para dar cuenta de las distintas perspectivas desde las cuales es posible analizar lo que entendemos como justo. Por una parte, se ha pretendido entender aquellos aspectos generales y estructurales que se relacionan con lo justo. Por la otra, se tienen otras aproximaciones mucho más concretas y particulares de la experiencia de la injusticia en sí misma. Podría pensarse que tanta concentración al respecto debía desarrollar y agotar la materia. No obstante, hoy en día continúa la imperiosa vigencia de la pregunta por la justicia. La humanidad atraviesa una etapa difícil. La llegada de la Pandemia del Sars Cov-2/Covid19 ha tenido un efecto devastador para el mundo. En el momento en el que se escribe este prólogo, la cifra oficial de personas infectadas a nivel global superaba los 214 millones, mientras que los de muertes a causa de esta enfermedad rondaba a nivel global los 4,5 millones. Colombia ha sido uno de los países más afectados, al ser el 10º país con mayor número de decesos y el 9º en infectados. Esta pandemia se ha erigido como la peor tragedia natural en la historia de nuestro país. Junto con la invaluable pérdida de vidas, la pandemia golpeó intensamente la estructura socioeconómica. El de por sí desgastado tejido social sufrió un gran desgarro derivado de todas las medidas sanitarias que fue necesario adoptar para afrontar la situación y de la defectuosa respuesta gubernamental, en términos sociales, para proteger a los segmentos más vulnerables. Metafóricamente, fuimos embestidos por un terremoto de proporciones dantescas bajo un techo con bases endebles que dejó a la deriva a gran parte de la población. Si bien la pandemia nos tocó a todos de una u otra manera, es evidente que la afectación de los sectores más vulnerables fue mucho mayor. También está claro que la llegada de la enfermedad no fue el génesis de nuestros problemas sociales, pero sí fue un factor que expuso de manera intensa el drama y la vulnerabilidad de tantas personas. Es apenas lógica y entendible la agitación social que ha generado manifestaciones multitudinarias y expresiones de indignación ciudadana. El común denominador que ha servido de catalizador de estas expresiones sociales es el sentimiento de injusticia. Las personas sienten que el status quo y sus lógicas de generación, distribución restringida y concentración de la riqueza están fundamentadas en un esquema injusto que se reproduce y trasciende en la vida cotidiana de múltiples maneras. Esa sensación es corroborada por la realidad. Mientras que en medio de la pandemia cerraron 509.370 micronegocios (Acosta, 2021), el sector financiero reportó para el 2020 utilidades por 55,5 billones de pesos (El Espectador, 2021). Por su parte, las personas excluidas estructuralmente en función de alguna categoría de identidad reclaman, con toda la razón, espacio y garantías para llevar a cabo sus proyectos de vida libres de violencia y de humillación. El campesinado sigue sembrando, con cada vez insumos más costosos, sin saber si sus cosechas van a ser comercializadas con algún margen de ganancia. Los únicos que tienen rendimiento asegurado son los intermediarios que sin mayor esfuerzo acaparan la mayor parte de los beneficios del intercambio de los productos agrícolas. Por otra parte, las comunidades del Magdalena Medio y de otras regiones del país experimentan la injusticia de ver cómo las decisiones sobre sus territorios se toman desde despachos ministeriales en Bogotá, siendo ellas quienes tendrán que afrontar las consecuencias ambientales y sociales de la cuestionable práctica del fracking. Podríamos seguir con incontables ejemplos que retratan de una manera muy gráfica esas múltiples injusticias, con sus respectivos matices y tensiones, que rigen nuestro relacionamiento y nuestra intersubjetividad. Precisamente, es en ese contexto en el que surge este libro. Un momento crucial que exige nuevas reflexiones en torno a las necesidades colectivas para la consecución y construcción de un orden económico y social justo. No desde la exclusividad muchas veces colonial de los privilegios, sino a partir de la posicionalidad de personas que sienten, registran, piensan y experimentan en carne propia las dinámicas de la injusticia. Para Dworkin, “la justicia es una institución que interpretamos” (Dworkin, 1988, p. 64). Al reflexionar sobre el papel de los filósofos y los sociólogos de la justicia, este autor afirmaba que su tarea principal no era la de enunciar el concepto de justicia, ni la de redefinir sus paradigmas, sino la de desarrollar y defender concepciones legítimas de la justicia. Eso es lo que logra este libro a partir de la mirada y experiencia de profesoras y profesores que desarrollan distintas lecturas y reflexiones sobre el tema desde diversas disciplinas. Este cúmulo de perspectivas teóricas y prácticas termina construyendo un novedoso y actualizado marco de referencia para pensar y discutir la justicia desde un enfoque de pluralismo y de diversidad. El riguroso trabajo de la editora, los editores, las autoras y los autores se manifiesta en cada uno de los capítulos del libro. Esta obra contiene distintos elementos, herramientas y reflexiones pertinentes, oportunas y provechosas para repensar la forma y el funcionamiento de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. Este libro es el resultado de procesos investigativos de alta calidad académica y de un compromiso patente. En palabras de Dworkin, “el valor de estas interpretaciones de la justicia surgen precisamente del compromiso con esas concepciones de justicia” (Dworkin, 1988, p. 64). |